Recuerdo hace algunos años atrás cuando esperaba ansiosa mi encuentro con la felicidad, el cual llegaría de la mano de “ésa” relación especial o tal vez como consecuencia de alcanzar los logros que en esa época ya se empezaban a asomar en mi prometedor futuro.
Una a una fueron llegando experiencias, personas, relaciones, grados, trabajos y todo tipo de logros, sin embargo la felicidad seguía siendo un sentimiento efímero, que al desvanecerse me dejaba siempre un sabor a poco. Permanecía en mí una sensación de insatisfacción interna, por pensar/sentir que algo me faltaba aún para ser realmente feliz.
Después de haber iniciado conscientemente mi trabajo interior se empezaron a revelar ante mí una serie de verdades de sabiduría que he podido ir verificando en mi propia experiencia, una a una han caído creencias antiguas que velaban mi mirada y comprensión de la realidad. Esta experiencia de aprendizaje me ha permitido cultivar día a día el estado de felicidad interior en mí.
Lo primero que comprendí, fue que nadie tiene el poder de hacer feliz a otro, tampoco nadie tiene el poder de hacer infeliz a otro. Ufff, que revelación, que liviandad!
Cada quien es responsable de hacerse feliz a sí mismo, y esto depende únicamente de la capacidad que tengamos de “aceptar” y “valorar” a las personas, situaciones, dificultades y eventos que están presentes en nuestra vida.
Por supuesto que después de que me hago feliz a mí mismo, será maravilloso compartir mi felicidad con otros e incluso apoyar su felicidad con mi afecto y servicio permanentes.
Decía mi maestro, que aquel que no se hace feliz a sí mismo es un peligro para la humanidad, pues anda por ahí buscando siempre a quien culpar por su infelicidad, quienes por ser “culpables” merecen ser castigados y este es el principio de todo conflicto entre los hombres.
También comprendí que la felicidad no es un sentimiento. Los sentimientos son duales y variables al depender de los pensamientos que se generan por la interpretación que hago de mi realidad externa, es decir que si lo que me dicen, lo que me pasa, lo que hacen los otros, me gusta y me es fácil aceptar, me siento bien. Si lo que me dicen o me pasa confronta mis creencias, me siento mal. No es extraño entonces que si confundimos la felicidad con un sentimiento permanezcamos en una búsqueda sin fin.
La verdadera felicidad no depende de lo que pasa afuera de mí, pues entiendo que todo aquello que pasa es lo necesario para que todos, incluyéndome, aprendamos de la vida aquello que aún no sabemos, lo cual puede ser:
- Aprender a respetar a los demás con sus creencias, gustos y decisiones individuales.
- Que nadie tiene la razón, pues todos tenemos distintos “lentes” para interpretar y comprender la vida, todos válidos desde el que observa.
- Que no existe el culpable, pues cada quien hace lo mejor que puede con lo mejor que sabe y es necesario equivocarnos para poder aprender. De hecho, el equivocarnos es un derecho sagrado que mal comprendemos y hace que muchos por temor a equivocarse se aferren a sus creencias del saber. El que “cree” que sabe es incapaz de abrirse a aprender aquello que los resultados demuestran que aún no sabe.
Estas, entre otras tantas lecciones que nos tiene la vida como parte de su programa de estudios.
La felicidad es un estado interior de comprensión profunda y valoración de cada experiencia. Nace de la capacidad de “ver/interpretar” la vida como realmente es, una gran oportunidad de crecer y aprender. Nace de la liberación interior que genera el hacernos cargo de nuestra propia vida y de los resultados que libremente generamos, y como consecuencia de la comprensión que nos permite ver la vida desde el nuevo “lente” que aprecia cada experiencia, nacen también constantemente sentimientos y emociones positivas que acompañan este maravilloso estado interior.
“Cada quien tiene lo necesario para ser feliz,
pero pocos son capaces de ser felices con lo que tienen”
(Gerardo Schmedling)